
Fin de una era: un Poder Judicial marcado por corrupción y privilegios
Un día a mis veintitantos años, recordé aquellas tardes cuando mi madre nos llevaba a ver a la abuelita. Bajamos por las Cruces, atravesamos las veredas y potreros, todo cuesta abajo, hasta llegar a las primeras casas junto al río, el sonido del agua y el ladrar de perros nos daban la señal que íbamos llegando a #Toquiancito.
Desde abajo, veíamos en la Loma, aquella bugambilia de la casa de mi abuelita. Se sentía en el aire el olor a adobe mojado en las épocas de lluvia. Al llegar nos recibía con su rico café con canela y pan que guardaban de semana santa, en una caja de huevos, envueltos con una manta.
En esos calores de abril, junto con mis primos bajamos a hacer posas en el río, con tallos de plantillas y sacar pupitos. Por las tardes jugamos canica, guerra con chimploc o abanico en el aro de manguera del patio, después de levantar el café. En las noches estrelladas de diciembre el viento soplaba la punta de nuestro tizón con el cual quemábamos trique.
Cómo olvidar cuando mi abuelita, junto al tanque, secaba sus manitas en su mandil y sacaba de su monedero un pesito para comprar nuestros totis de rueditas. Ahora con la memoria de su corazón, sin su vista, trata de recordar quiénes somos.
Nos cobijamos en sus brazos y nos llena de amor.
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