
Una historia de fantasmas, sin fantasmas
Este pueblo lluvioso, templado y agrícola, que evoca muchos recuerdos y sentimientos. Un pueblo arraigado a las creencias. Uno se deja llevar por el misticismo que se desprende de los cerros con su aroma a flor de cempasúchil en estas épocas de noviembre, a sabores de verduras frescas, a dulces de higo y ayote.
Las goteras caen de los techados, el chorro del cerro de la cueva hace un estruendo, la niebla blanca, espesa, envuelve al pueblo, lo cobija, lo adormece como un niño chiquito que despierta un domingo por el ruido de las ollas de las tamaleras, por el arrastre de las maderas, las vociferaciones de los bayunqueros.
Así marcha el sentir de las emociones y la nostalgia en nuestro pueblo, que se despide de sus difuntos en vísperas de diciembre y su cielo con estrellas.
Y yo en cada paraje, en cada vereda, sigo descubriendo un mundo maravilloso que habita dentro de mí, que a veces se destruye, se quiebra, se parte y luego se construye, edifica y se transforma, pero no se extingue, no se vence.
Solo quiero seguir enseñándoles a los campesinos amar la tierra y cuidar su trabajo, tomar cafecito, chupar miel y comerme unos nuegados los domingos.
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